domingo, 22 de abril de 2007

El Modernismo en la literatura latinoamericana

Cuando hablamos de la literatura latinoamericana es difícil marcar su nacimiento. Nosotros lo situamos cerca de 1880. Esta época es la de los precursores del Modernismo o de la primera generación de éste. Refiriéndose a esta generación en el contexto latinoamericano, Enrique Anderson Imbert, nos dice que es la primera generación de autores que se sienten plenamente libres y que por ende, adquieren una incipiente identidad como latinoamericanos. Esta identidad se ve reforzada con una negación del pasado colonial; se niega al antiguo régimen y por lo tanto, también se niega la literatura producida en sus propios países bajo el gobierno del mismo. Es, por tanto, una generación de autores que reaccionan en contra del Neoclasicismo y aún en contra del Romanticismo pese a que siguen siendo profundamente románticos en las obras que producen pocos años después. Por lo tanto, en la búsqueda de influencias voltean a otro lado, pero su mirada aún no se extiende más allá de Europa en un primer momento, así que vuelcan sus ojos y sus lecturas a la literatura producida en este continente (sin mirar a España, obviamente), principalmente en Francia. Rápidamente se siente una empatía y se acercan al Parnaso, al Naturalismo, al Simbolismo…
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Estos autores, es muy importante recalcarlo, son principalmente poetas; la narrativa que se cultivaba tardó un poco más en llegar a esta reacción, además de que mucha de la influencia europea era también de poetas. Los que más influenciaron fueron la poesía en alemán de Heine, en inglés de Poe, el lirismo estremecido por el misterio de Bécquer, el arte de la ornamentación de Gautier, la literatura del Parnaso francés (Gautier, Leconte de Lisle, Banville, Baudelaire, Sully Prudhome, Heredia, Coppée, Mendès…), entre otras.
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Los poetas latinoamericanos encontraron en el Parnaso su mayor influencia, pero también es notable en las obras el aderezo del Simbolismo (poesía sumamente pesimista, incluso nihilista) [1] que también tomaba fuerza en Francia. Encontramos entonces una poesía más aventurada en nuevas expresiones que llegaría a entenderse como modernista.
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Sin embargo, nos encontramos con un problema al hablar de Modernismo. Este término no define propiamente a una tendencia o una corriente literaria concreta, así que se vuelve muy laxo, difícil de entender, hasta el punto en que encontramos que algunos autores nos dicen que “el Modernismo en realidad no existe. Es solamente una forma mental que nos sirve para comprender hechos sueltos” [2], luego entonces, ¿por qué referirnos a la literatura de esta época con un término que no existe? La polémica acerca de este término es tan vieja como la época misma a la que se refiere, en ella se pueden identificar dos tendencias: los inflacionistas y los deflacionistas. Los inflacionistas definen al Modernismo como un corpus unitario de autores y países en una época determinada; los deflacionistas dicen que se trata de unos pocos años de actividad literaria promovida por un selecto grupo de autores latinoamericanos. Pese a la ambigüedad, privilegiaremos aquí a la segunda posición acotando que en esta tendencia sí se pueden identificar algunas características propias mas no las suficientes como para hablar de una corriente literaria unívoca o concreta (podemos hablar de una corriente literaria pero tan flexible y rica en formas y contenidos que se vuelve compleja como modelo de análisis).
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Luego entonces, lo que sí se puede decir del Modernismo es que es meramente latinoamericano, que surge como un paso definitorio de lo que se puede llamar ahora literatura latinoamericana pero con las influencia de las literaturas que ya hemos mencionado. En la primera generación se pueden observar experimentos en el uso del lenguaje y aún riesgos en la utilización de los temas; juegos, pareciesen, de pequeños en la búsqueda de la utilización óptima de su cuerpo. Así podemos entender a estos poetas que llegarán, en la misma generación, a una maduración y, osadamente atrevemos a decir, a una decadencia de los medios expresivos que en la penúltima y última décadas del siglo XIX se comenzaron a utilizar.
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Estas nuevas formas literarias se publicaban primero en revistas (y siguió haciéndose aún publicándose ya libros años más tarde) entre las que mencionaremos las de la época plena del Modernismo como la Revista Azul (que existió 1894 y 1896) y la Revista Moderna (que fue dirigida en 1898 por Amado Nervo y Jesús E. Valenzuela).
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Al acercarse la frontera entre los siglos, la literatura modernista adquirió una solidez aparente. Nuevos géneros adoptaron algunas de las muy diversas formas y técnicas que la poesía había utilizado y pronto aparecieron autores narrativos modernistas; un poco más tarde el Modernismo arribó al ensayo y para el siglo XX ya encontramos obras de teatro modernistas presentándose en toda Latinoamérica, pero principalmente en México.
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Los poetas, los mismos, algunos, continuaron escribiendo ya reconocidos fuera de Latinoamérica, muchos consagrados, haremos el recuento de algunos de ellos.
Justo Sierra, nos atrevemos a decir, anuncio al Modernismo, pero Salvador Díaz Mirón y Manuel Gutiérrez Nájera le dieron solidez. Díaz Mirón público un cuaderno de poesías y su voz conmovió a los lectores, en 1889 Rubén Darío le dedico un “Medallón” en la nueva edición de Azul pero posteriormente Díaz Mirón renegó de su propia obra y sólo reconoció Lascas de 1901.
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Otros poetas que se pueden llamar de la primera generación del Modernismo son José Martí, Julián del Casal, y José Asunción Silva que (junto con Gutiérrez Nájera) al morir antes de 1896 permiten redondear a este grupo. Ese primer Modernismo no es fácil de delimitar pues encontramos autores como González Prada, Zorrilla de San Martín y Almafuerte que fueron mayores de edad de los llamados modernistas pero que contribuyeron a la renovación poética de la época. Algunos autores no tienen características modernistas plenas, incluso Gutiérrez Nájera se puede entender como un posromántico con falta de brío combativo, y de la misma forma el poeta potosino Manuel José Othón es considerado sólo romántico por algunos analistas y por otros como un posromántico con algo de influencia modernista, pero nunca un modernista como tal. Sólo en pocos poetas se refleja con nitidez los modelos del Parnaso y el Simbolismo como en Julián del Casal.
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Pero sin duda alguna la gran figura del Modernismo fue Rubén Darío, hay quien se ha atrevido a equiparar a este autor con el concepto Modernismo. Fue la gran figura del primer período modernista y también del segundo, su obra representa el epítome de esta poesía como un movimiento estético perfilado.
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Pese a todo, no hay una clara división entre Romanticismo y Modernismo, no son conceptos opuestos, no podrían serlo; incluyen características comunes y autores comunes. La literatura modernista agrega a los descubrimientos hechos por los románticos la conciencia de la finalidad de la literatura.
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En la narrativa modernista, para referirnos al caso concreto que nos compete, se han identificado dos tendencias: la de los narradores estetizantes y la de los realistas.
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La narrativa estetizante surge cuando la prosa modernista se vio en aprietos al tratar de novelar los recursos de la poesía por el conflicto entre la frase bonita y el cuidado del desenvolvimiento de la acción. Un resultado de esto es el poema en prosa o prosa poética (que no halló su perfección sino hasta bien entrado el siglo XX); hubo quienes celebraron este nuevo género pero muchas veces nos encontramos con mutilaciones que quedaron en palabrería. Sin embargo, quienes encontraron una visión profunda, contribuyeron a la dignificación de la prosa castellana. Algunos estuvieron en ambos casos, como el venezolano Alejandro Fernández García. Entre los estetizantes hay que decir que encontramos una gran mayoría de poetas dados a la narrativa y también encontramos autores de cuentos y novelas, pero, así como los románticos preferían a la novela, los modernistas preferían al cuento. Los autores estetizantes más destacados fueron Darío, Gutiérrez Nájera, Coll, Lugones, Jaimes Freyre, Quiroga…
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La narrativa realista encuentra sus recursos en el Naturalismo y el Costumbrismo; se acercó a veces a la literatura poética del Modernismo pero tomó su propio cauce hacia una descripción objetiva de la realidad. Volteó los ojos a las costumbres y paisajes de la región en donde el sujeto-contemplador se acerca al objeto-contemplado.
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Los autores narrativos más destacados de la época en México son Federico Gamboa y Ángel del Campo quien escribió con el pseudónimo de Micrós. La rumba y Cosas vistas son las mejores obras de Micrós pero también escribió en los periódicos y cuando no hacía caricaturas irónicas, se mostraba como un sentimental tierno y piadoso. Federico Gamboa se considera como el narrador modernista por excelencia al documentar con métodos naturalistas las costumbres del pueblo pero también escribió literatura erótica, de ésta última destaca Suprema ley de 1896. El mayor equilibrio de su obra se encuentra en Santa de 1903; años después, al recobrar su fe católica intentó reivindicar su obra en novelas como Reconquista y La llaga. También escribió dramaturgia y su drama mejor construido fue Entre hermanos de 1928.
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Los poetas de esta tercera generación llamada por algunos “generación azul” [3] destacan: Luis G. Urbina (nacido en 1864), Jesús Urueta (nacido en 1867), Marcelino Dávalos (nacido en 1871), Enrique González Martínez (nacido en 1871), María Enriqueta Camarillo de Pereyra (nacida en 1872), Rafael López (nacido en 1875), Enrique Jiménez Domínguez (nacido en 1891) y José María Facha (potosino nacido en 1879).
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Esta generación reaccionó contra el fárrago y propuso un nuevo lenguaje poético, lo escrito pocos años antes ya no les inspiraba pero tampoco España y encontraron nuevamente sus fuentes en Inglaterra y Francia, agregaron a lo parnasiano las maneras simbolistas, ricas en musicalidad y ensayaron procedimientos novísimos tanto en la prosa como en el verso. Estos autores coincidían entre sí, no por haberse puesto de acuerdo, sino por clavar sus ojos en Europa y darle la espalda a América. Las letras se llenaron de lujos (excesivos a veces) y empezaron a iluminarse con extrañas fosforescencias [4].
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Todo podía entrar en estas nuevas formas, tanto lo viejo como lo nuevo; la pasión formalista los llevo al esteticismo y esto los ha hecho sumamente estudiados y nuevamente encontramos como al mayor de estos poetas a Rubén Darío.
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[1] Max Nordau en su libro Degeneración, llama a esta época en Europa y principalmente en Francia, Fin de siècle, término que se refería a la “decadencia” y a ciertas modas filosóficas y artísticas y emprende en contra de Nietzsche y los poetas simbolistas al referirse a ellos como los decadentes. Estas obras transmitían un profundo pesar en cuanto a la realidad del artista; son obras oscuras y llenas de un sentimiento de pérdida (esto no sólo ocurre en la literatura, aparece en otras artes y es muchísimo más claro en la pintura). Es por ello que se adopta fácilmente al contexto latinoamericano pues este sentimiento de desorientación está presente en el artista que se siente parte de un país que apenas nace y que está buscando orientar su rumbo político y social. Cfr. Baumer, Franklin L. El pensamiento europeo moderno.
[2] Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana. Vol I. p. 399.
[3] Específicamente por Luis González en Los artífices del cardenismo y La ronda de las generaciones.
[3] Las extrañas fosforescencias son el reflejo de lo que la plástica modernista representaba. Las vanguardias europeas y latinoamericanas proponían nuevos manejos del color de claroscuros que se ven también en la poesía y narrativa de la época. Ante no tener un término que defina los experimentos del lenguaje que vemos en el Modernismo, definimos con este término de color a estos experimentos.

sábado, 7 de abril de 2007

Dios decantado - Dios y religión en la filosofía del siglo XVIII.

El concepto del hombre fue fundamental en el pensamiento europeo del siglo XVIII. Mucho se ha dicho acerca de que el concepto de Dios y la religión pasaron a segundo término, casi sin importancia, sin embargo, el mismo David Hume nos dice que eran temas que seguían siendo “interesantes” y “de la máxima importancia”.
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Hubo algunos sectores (principalmente cristianos) que seguían discutiendo estas cuestiones: apologistas cristianos, jesuitas franceses, jansenistas, obispos ortodoxos anglicanos, pietistas alemanes y metodistas ingleses entre muchos otros. Todos estos sectores fueron tratados duramente por los filósofos de la época con respecto a sus consideraciones sobre la existencia y naturaleza de Dios, los orígenes de la religión y la utilidad social y moral de las creencias religiosas.
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Sin embargo, es cierto que los filósofos de este siglo se preocuparon más por temas terrenos y no es sino hasta la segunda mitad del siglo que comenzaron a escribir (duramente, se debe agregar) acerca de la religión.
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Hume sólo empezó a escribir sistemáticamente de religión después de 1751, doce años después de la publicación de su Tratado sobre la naturaleza humana; asimismo, Rosseau escribió sus obras más escandalosas sobre religión siendo ya de mediana edad, después de romper con los enciclopedistas; Kant, por su parte, escribió su principal obra teológica, La religión dentro de los límites de la razón, hasta 1793 (habiendo cumplido los setenta años).
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Se sabe que esta época es la de una gran batalla en contra de la religión, que, el obispo Bossuet (consejero espiritual de Luis XIV) ya había preconizado desde el siglo XVII denunciando que la iglesia tenía grandes fisuras religiosas y políticas. Es, por tanto, la época de una crisis de grandes proporciones que se puede asociar con la Ilustración. Para Franklin L. Baumer la crisis llegó en varias oleadas.
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La primera se dio en pos del retorno de una “religión de la naturaleza y la razón” (definición dada por Matthew Tindal). Autores como John Toland, Thomas Woolston, William Toollaston y el mismo Tindal abogaban por una religión más apegada a la razón, más cercana a la naturaleza y librar la religión de todo misterio y superstición. Una segunda oleada se dio por escépticos y ateos que negaban tanto la ortodoxia como esta propuesta de religión racional y natural.
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El hecho es que, por ejemplo en Francia, se dieron numerosos cultos de la Razón, la Naturaleza y el Ser Supremo en plena Revolución. Todo esto fue para Weber la muestra de un desencanto del mundo contemporáneo para las elites intelectuales, pero también para las masas; en lo general, perdieron sentido lo milagroso, lo sagrado y las ideas de la revelación cristiana, que llegaron hasta a parecer anticuadas.
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Ejemplo de esto fueron los interminables debates acerca de la existencia de Dios; para la razón ya no bastaban las antiguas pruebas. Kant mismo, habló de estas pruebas ontológicas; las enumeró y derrumbó al final de La crítica de la razón pura. Kant concluyó, y debe decirse que ofrece la conclusión más clara en el amplio debate, que “Dios era especulativamente incognoscible”.
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Samuel Clarke, teólogo inglés, también estaba en el debate y en su libro El ser y los atributos de Dios publicado entre 1704 y 1705, habló de que se necesitaba la revelación para que los principios de la religión natural fueran más claros y manifiestos; estos principios eran “en general deducibles, y hasta demostrables, por una cadena de razonamientos claros e irrefutables” pero “ciertamente no se les podía conocer sino por la revelación”. Clarke intentó por métodos matemáticos demostrar la existencia de Dios, su omnipotencia, sabiduría y beneficencia y presentó doce proposiciones acerca de esto, mostradas como axiomas.
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Voltaire, basándose en Locke y Newton, más que en Descartes, prefirió la prueba físico–teológica, conocida como argumento a partir del designio, para hablar de la existencia de Dios. Un famoso ejemplo esta prueba es la del reloj y el relojero que, en resumidas cuentas, dice que la existencia del reloj presupone la existencia del relojero, pese a que no se le conozca. Con base en Voltaire, el obispo Berkeley (que cabe decir, reaccionó violentamente en contra del materialismo científico) dijo que Dios normalmente trataba de convencer la razón del hombre por las obras de la naturaleza en lugar de asombrarlos mediante acontecimientos anómalos y sorprendentes.
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También la física mecanicista llegó al debate gracias a autores como Didetot. Este argumento basa su validez en la idea le Motor inmóvil como primer causa de todos los efectos posteriores. Este motor, esta causa primigenia era Dios, el dios creador, un dios ajeno, que, como el motor inmóvil era lejano e inefable. Con el arribo del empirismo el debate se modificó grandemente. El empirismo pedía hechos palpables para cualquier conclusión así que las pruebas ontológicas no eran suficientes para hablar certeramente de la existencia de Dios. Todo esto, generó que hubiera un ateísmo creciente desde las esferas del pensamiento racional; había quien, sin ser ateo, buscaba aún encontrar o refutar las pruebas de la existencia de Dios, pero lo que proliferó fue la negación a priori estos conceptos.
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Por otro lado, y pese a su conclusión, Kant mismo, no llegó al ateísmo extremo pues, pese a que Dios era incognoscible, dijo que era una idea útil, tanto para la ciencia como para la moral. La idea de Dios podía animar al hombre a alcanzar su mayor estatura posible. De esto escribió: “la moral conduce ineluctiblemente a la religión”. El hombre, para sentirse obligado a ser virtuoso debía seguro de la naturaleza moral del universo, lo que a su vez requería fe en la existencia de Dios.
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Cabe destacar que el debate no llegó su conclusión en el siglo XVIII, ni aún hoy. Los pensadores de diferentes disciplinas siguen en él. Las conclusiones posibles son, entonces, que el debate de la época se centraba en varios aspectos: la existencia de Dios; la validez de las doctrinas cristianas y su función social y moral; las pruebas materiales y/u ontológicas de lo sagrado. La discusión de estos temas, pese a no ser nueva, sí es cambiada substancialmente con el arribo de nuevas corriente filosóficas que va de la mano con una grave crisis moral en la época que fue decantando la idea de Dios y de lo religioso en búsqueda de la respuesta a la necesidad innata de explicación del propio entorno.
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Jonatan Gamboa.